domingo, 13 de octubre de 2019

FEBRERO

Me gustaba el frío. Que los días terminarán a las seis de la tarde, no tanto.
No había mucha gente en el centro y el cielo estaba lleno de nubes grises, uno de esos días que parece que han encendido una pantalla de luces LED blancas en el cielo al 75% de brillo.


Llevaba diez años sin verla. Desapareció tras la guerra y nunca la encontramos.
Yo tenía quince años y fui la última que la vio, la última que lucho junto a ella. Cuando terminó todo y me giré, ya no estaba allí. Grité su nombre, la busqué por todas partes, aparté cadáveres y lo único que conseguí fue desmayarme por el cansancio y la perdida de sangre. Desperté cuatro días después completamente vendada de cuello hacía abajo en una de las dependencias de El Consejo.
Mi madre fue a buscarla. Fue a su casa y no estaba. No estaba nada. Ni sus libros sobre la mesita de noche, ni su cepillo de dientes en el vaso del baño, ni su café a medio tomar en la mesa baja del salón. Dejo de estar.
Yo apenas podía moverme o hablar, tumbada en esa cama en una habitación ajena y a oscuras, escuchando a los ancianos de El Consejo hablando al otro lado de la puerta. Cuando mi madre volvió esa tarde y notificó que en efecto, no estaba, empezaron el interrogatorio. Duró tres días, y me hicieron las mismas preguntas una docena de veces.
No, no sé donde está.
Sí, hablé con ella el día antes.
No, no sé si ha muerto.
Sí, estaba preocupada por las bajas entre los jóvenes.
No, no estaba rara antes del primer ataque.
Sí, liquidó a más de dos batallones ella sola.
No, no siento su magia.
Sí, me protegió durante la batalla.
Tres días contestando lo mismo cuando apenas puedes hablar, o respirar, en un entorno hostil rodeada de Los Ancianos no fue el final que yo esperaba. No esperaba un Consejo de Guerra. El delito no existía, sólo fue una excusa para que la investigación se hiciera rápido y entre los que llevaban años deseando echar a esa bruja que no respetaba ninguna de sus normas y, de paso, a su discípula y a todo el que hubiera tenido contacto con ella. Un año después la dieron por muerta.

⧫⧫⧫

Volví a casa con calma. El trayecto en tren me daba para escuchar mi lista de reproducción y no tenía intención de saltar ninguna canción.
Mi madre estaba en la cocina. Olía a orégano y hierbabuena. Dejé la bolsa sobre la mesa y me senté en el taburete más lejano de los fogones. Desde pequeña tenía la costumbre de intentar averiguar qué estaba cocinando con sólo los olores. Era buena en mi propio juego, la verdad. 
—¿Qué te pasa?—soltó Kuro subiéndose a la isla de la cocina.
—¿Te pasa algo?—preguntó mi madre girándose.
Mi madre usaba a Kuro como antena emocional y a él le parecía bien. Sólo tenía que hacerme las preguntas delante de ella en vez de esperar a estar a solas conmigo.
—Eres un chivato. Hoy no cenas.
Saltó al sofá y se quedó ahí tumbado mirando la que había liado con una sola pregunta.
Es un gato. Kuro es un gato. No un gato cualquiera, es mi familiar pero, eso. Es un gato. Mi madre dejó la cena delante de mi y se cruzó de brazos esperando que respondiera. No iba a poder librarme de responder.
—La he visto. A Léa. Estaba en el centro.
Los ojos de mi madre se agrandaron lentamente y la oí tragar saliva.
—Eso no es
—posible—terminé la frase—. Lo sé. Pero estaba allí. Tiene el pelo más corto y se ha puesto flequillo, aunque sigue llevándolo del color de la noche. Y sigue siendo tan blanca como la cal.
Bajé la vista al plato mientras cortaba los filetes. Kuro miraba a mi madre desde el sofá, así que supe que tenía ESA cara. Le molestaba que me tomase con tanta tranquilidad lo referente a Léa. También era culpa mía, nunca se lo dije. Nunca le dije que llevaba quince años sin tomarme con tranquilidad Lo-De-Léa.
—Iba sola, o al menos no he visto a nadie. —Me levanté a por la jarra de agua y un vaso. Mi madre había dejado de moverse, apenas la escuchaba respirar—. Quizás su familiar iba con ella. A él tampoco lo encontramos ¿no? El caso: que la he visto. Iba vestida de negro, para variar. Hemos cruzado la miranda un segundo. Está igual pero no parece la misma persona. O sea sí, sí parece la misma persona porque sigue siendo ella pero tiene… algo.
Kuro volvió a saltar hasta la isla de la cocina y se sentó ahí, mirando mi plato a la espera de que le diera de cenar.
—Ya te he dicho que hoy no cenas por chivato—le dije dándole un golpe en la cabeza antes de sentarme de nuevo—. Ah, y tiene ojeras. Me pregunto si estará durmiendo bien…—comenté distraída moviendo las verduras con el tenedor.
—Anastasia. Léa está muerta—me cortó muy fría.
—Y le sienta estupendamente—dije con una sonrisa.
No me contestó. Terminó de recoger y limpiar la encimera, colocó todas las especias de vuelta en el armario tal cual entraron y con su plato se marchó al sótano.
Mi madre tenía la habitación en el sótano. La habitación, su baño, un pequeño trastero y lo que ella llamaba “despacho”. Era una biblioteca-laboratorio desordenada. Tenía mezclados los libros de conjuros elementales con los ingredientes para hacer las curas del reumatismo. Cada vez que bajaba a por un libro pensaba que el día que tropezase y tirase varios tarros abriría la puerta al Infierno. O explotaría y la casa entera se vendría abajo, quién sabe. Mi madre era muchas cosas pero ordenada, ordenada… no.
—Era ella de verdad, ¿no?—Asentí.
—Sí. Si no fuera cierto que la he visto no se lo habría dicho. ¿Para qué abrir heridas?—dije con la boca medio llena y gesticulando con el tenedor en la mano. Tragué y bebí algo de agua—. Ah, y algo importante, y es la última vez que te lo digo: deja de hacer de antena emocional para mi madre o te sustituiré por una serpiente.
Me levanté para dejar el plato en el fregadero y encender el agua.
—No te atreverás—dijo Kuro acercándose por la encimera con precaución.
El jabón olía bien y hacía mucha espuma, así que casi nunca metía las cosas en el lavavajillas. Me gustaba lavar los platos a mano, era un momento para pensar mientras hacía algo automático.
—Ajá.
Se quedó inmóvil sobre la encimera con los ojos muy dilatados mirándome. Kuro odiaba las serpientes. Le parecían unas narcisistas prepotentes y, según él, que se arrastrasen decía mucho de ellas. Algunos de mis compañeros de clase, de cuando yo aún estaba en formación, tenían serpientes como familiar y Kuro se llevo muchos mordiscos. No voy a decir que fuera culpa suya siempre pero… casi siempre.
La vibración del móvil me asustó. Muchas veces se me olvidaba que lo llevaba metido en el bolsillo trasero del pantalón y que estaba encendido. A ese maldito móvil no se le terminaba la batería nunca.
Terminé con el vaso y lo dejé sobre el escurridor. Cogí el trapo de cocina para secarme las manos y mientras leía el mensaje salí de la cocina. Kuro iba detrás y me adelantó subiendo por las escaleras. Entré en mi habitación y dejé el teléfono sobre la mesa tras desactivar el ike.
—Han convocado una reunión para mañana al amanecer. Lo que me faltaba.
No quería asistir a esa reunión, no quería pasar por aquello otra vez. Me quité los vaqueros y el jersey de cuello alto, y los arrojé sobre la silla. Deshice la cama, me subí y tapé hasta la nariz, y di unos pequeños golpes al colchón para que Kuro subiera. Se metió por los pies de la cama y se hizo una rollito negro a la altura de mi vientre.

⧫⧫⧫

Salí de casa a las cinco de la mañana. Kuro iba escondido en la capucha de mi sudadera, durmiendo. El bosque estaba tranquilo, aún territorio de los animales nocturnos. Dos kilómetros hacía el norte estaba el claro donde se celebraría la reunión.


—Mmmmm.
—Eres muy dormilón, Kuro.
—Te moviste mucho anoche, apenas pude dormir. Tuviste pesadillas, ¿verdad?
—Mmm… ajá—dije con aire distraído. No recordaba mucho de lo que había soñado. Me pasaba pocas veces pero me pasaba, sobre todo si eran pesadillas—. Cuando pasa eso sabes que puedes cerrar un poco el vinculo, no supone un problema mientras estoy durmiendo.
—Mmmmmm
—Ya se ha vuelto a dormir.
La densidad del bosque iba en aumento cuanto más nos acercábamos al claro. El Bosque D’scatel era importante por el arco de roca, que se caía a cachos y que sólo la vegetación conseguía que no se desmoronase. El arco marcaba el punto de inflexión entre un entorno en el que podíamos usar magia y uno en el que no. Llevaba ahí siglos, y había sido la entrada a uno de los primeros aquelarres que se aposentaron en Minor.
Yo siempre creí que debíamos celebrar las reuniones en una cafetería. Al menos así tendrían que ajustarse a un horario, nada de reuniones al amanecer. También estaríamos a techo, calentitos y podríamos desayunar, pero la tradición dictaba que las reuniones debían realizarse en lugares libres de magia para asegurar un entorno de no agresión.
Al cruzar el arco, la electricidad en el aire me puso la piel de gallina y me quedé clavada en el suelo. Algo olía diferente.
—Ana.
Boom boom.
¿Qué?
—Ana.
Boom boom.
¿Cómo?
Retorcí la tela de la sudadera apretando las manos y me di la vuelta. Estaba a un metro de distancia, justo al otro lado del arco, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón.
—Léa.
Boom boom.
—He vuelto—dijo con una sonrisa.
Boom boom.
—Bienvenida.
Soplaba el aire desde el corazón del bosque y olía a tierra mojada. Se escuchaba el amanecer en sus ojos verdes y el latido de mi corazón en las lágrimas que dejaron manchas oscuras en mi sudadera.
Era febrero y hacía frío.

2 comentarios:

  1. YO SIGO TENIENDO MUCHAS PREGUNTAS SOBRE ESTA HISTORIA. Creo que hay mucha información que asoma la patita y que no nos quieres dar (mala, mala, mala), pero me gustaría saber qué más pasa y sobre todo qué ocurrió con Léa, ya que no estaba muerta sino que estaba de parranda. No sé si seguirás esta historia o si es una de tantas las que vas a plantar en nuestro pequeño mundo, pero me alegra que hayas inaugurado con brujas <3

    Un besín,
    Em

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  2. Wow, qué ganas de saber quién es esa Léa :)

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